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'In augustus ontmoeten we elkaar': er is een ongepubliceerd boek van Marquez

Boeken
door Gerard Driehuismaandag, 21 april 2014 om 8:52
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Uitgeverij Random House heeft bevestigd dat er een nog ongepubliceerd manuscript bestaat van de Colombiaanse schrijver Gabriel García Márquez. Als zijn familie ermee instemt, kan er postuum een nieuwe roman van de Nobelprijswinnaar verschijnen, zei Cristobal Pera van Random House tegen de. Het verhaal gaat over een gelukkig getrouwde vrouw die ieder jaar op 16 augustus naar een eiland in het Caraïbisch gebied reist. Tijdens een van haar reizen heeft een affaire. Sindsdien hoopt ze ieder jaar dat er iets gebeurt op 16 augustus. Voor wie Spaans kan lezen hier de tekst die het eerste hoofdstuk zou zijn, gepubliceerd door een litterair blog.  
“En agosto nos vemos “
Volvió a la isla el viernes 16 de agosto en el transbordador de las dos de la tarde.Llevaba una camisa de cuadros escoceses, pantalones de vaquero, zapatossencillos de tacón bajo y sin medias, una sombrilla de raso y, como únicoequipaje, un maletín de playa. En la fila de taxis del muelle fue directo a un modeloantiguo carcomido por el salitre. El chófer la recibió con un saludo de antiguoconocido y la llevó dando tumbos a través del pueblo indigente, con casas debahareque y techos de palma, y calles de arenas blancas frente a un mar ardiente.Tuvo que hacer cabriolas para sortear los cerdos impávidos y a los niñosdesnudos, que lo burlaban con pases de toreros. Al final del pueblo se enfiló poruna avenida de palmeras reales, donde estaban las playas y los hoteles deturismo, entre el mar abierto y una laguna interior poblada de garzas azules. Porfin se detuvo en el hotel más viejo y desmerecido.El conserje la esperaba con las llaves de la única habitación del segundo piso quedaba a la laguna. Subió las escaleras con cuatro zancadas y entró en el cuartopobre con un fuerte olor de insecticida y casi ocupado por completo con la enormecama matrimonial. Sacó del maletín un neceser de cabritilla y un libro intenso quepuso en la mesa de noche con una página marcada por el cortapapeles de marfil.Sacó una camisola de dormir de seda rosada y la puso debajo de la almohada.Sacó una pañoleta de seda con estampados de pájaros ecuatoriales, una camisablanca de manga corta y unos zapatos de tenis muy usados, y los llevó al bañocon el neceser. Antes de arreglarse se quitó la camisa escocesa, el anillo de casada y el reloj dehombre que usaba en el brazo derecho, y se hizo abluciones rápidas en la carapara lavarse el polvo del viaje y espantar el sueño de la siesta. Cuando acabó desecarse sopesó en el espejo sus senos redondos y altivos a pesar de sus dospartos, y ya en las vísperas de la tercera edad. Se estiró las mejillas hacia atráscon los cantos de las manos para verse como había sido de joven, y vio su propiamáscara con los ojos chinos, la nariz aplastada, los labios intensos. Pasó por altolas primeras arrugas del cuello, que no tenían remedio, y se mostró los dientesperfectos y bien cepillados después del almuerzo en el transbordador. Se frotó conel pomo del desodorante las axilas recién afeitadas y se puso la camisa dealgodón fresco con las iniciales AMB bordadas a mano en el bolsillo. Sedesenredó con el cepillo el cabello indio, largo hasta los hombros, y se hizo la colade caballo con la pañoleta de pájaros. Para terminar, se suavizó los labios con ellápiz labial de vaselina simple, se humedeció los índices en la lengua para alisarselas cejas lineales, se dio un toque de su perfume amargo detrás de cada oreja y seenfrentó por fin al espejo con su rostro de madre otoñal.La piel, sin un rastro de cosméticos, se defendía con su color original, y los ojos detopacio no tenían edad en los oscuros párpados portugueses. Se trituró a fondo,se juzgó sin piedad y se encontró casi tan bien como se sentía. Sólo cuando sepuso el anillo y el reloj se dio cuenta de su retraso: faltaban seis para las cinco.
Pero se concedió un minuto de nostalgia para contemplar las garzas queplaneaban inmóviles en el vapor ardiente de la laguna. Los nubarrones negros dellado del mar le aconsejaron la prudencia de llevar la sombrilla.El taxi la esperaba bajo los platanales del portal. Se alejó por la avenida depalmeras hasta un claro de los hoteles donde había un mercado popular al airelibre, y se detuvo en un puesto de flores. Una negra grande que hacía la siesta enuna silla de playa despertó sobresaltada, reconoció a la mujer en el asientoposterior del automóvil y le dio, entre risas y chácharas, el ramo de gladiolos quehabía encargado para ella desde la mañana. Unas cuadras más adelante el taxitorció por un sendero apenas transitable que subía por una cornisa de piedrasafiladas. A través del aire enrarecido por el calor se veían los yates de placeralineados en la dársena del turismo, el trasbordador que se iba, el perfil remoto dela ciudad en la bruma del horizonte, el Caribe abierto.En la cumbre de la colina estaba el cementerio triste de los pobres. Empujó sinesfuerzo el portón oxidado, y entró con el ramo de flores en el sendero de túmulostragados por la maleza, con escombros de ataúdes y saldos de huesos calcinadospor el sol. Las tumbas parecían iguales en el cementerio desamparado con unaceiba de grandes ramas en el centro. Las piedras afiladas hacían daño aun através de las suelas de caucho recalentado, y el sol duro se filtraba por el raso dela sombrilla. Una iguana surgió de los matorrales, se detuvo en seco frente a ella,la miró un instante y escapó en estampida.Había acabado de limpiar tres tumbas, y estaba exhausta y empapada de sudorcuando logró reconocer la lápida de mármol amarillento con el nombre de lamadre y la fecha de su muerte, veintinueve años antes. Solía darle las noticias dela casa, la había informado con datos confidenciales para que la ayudara a decidirsi se casaba, y a los pocos días creyó recibir su respuesta en un sueño que lepareció inequívoco y sabio. Algo semejante le había ocurrido cuando el hijo estuvodos semanas entre la vida y la muerte por un accidente de tránsito, sólo que larespuesta no le llegó en sueños, sino por la conversación casual con una mujerque se le acercó en el mercado sin ningún motivo. No era supersticiosa, pero teníala certeza racional de que la identificación perfecta con su madre continuabadespués de su muerte. Así que le hizo las preguntas del año, puso las flores en latumba, y se fue convencida de recibir las respuestas el día menos pensado.Misión cumplida: había repetido aquel viaje por veintiocho años consecutivos cada16 de agosto a la misma hora, en el mismo cuarto del mismo hotel, con el mismotaxi y la misma florista bajo el sol de fuego del mismo cementerio indigente, paraponer un ramo de gladiolos frescos en la tumba de su madre. A partir de esemomento no tenía nada que hacer hasta las nueve de la mañana del día siguiente,cuando salía el transbordador de regreso.Se llamaba Ana Magdalena Bach, había cumplido cincuenta y dos años de naciday veintitrés de un matrimonio bien avenido con un hombre que la amaba, y con elcual se casó sin terminar la carrera de letras, todavía virgen y sin noviazgos
anteriores. Su padre fue un maestro de música que seguía siendo director delConservatorio Provincial a los ochenta y dos años, y su madre había sido unacélebre maestra de primaria montesoriana que, a pesar de sus méritos, no quisoser nada más hasta su último aliento. Ana Magdalena heredó de ella la esbeltez de los ojos amarillos, la virtud de laspocas palabras y la inteligencia para disimular el temple de su carácter. Lavoluntad de ser enterrada en la isla la había expresado tres días antes de morir. Ana Magdalena quiso acompañarla, desde el primer viaje, pero a nadie le parecióprudente, porque ella misma no creyó que pudiera sobrevivir a su congoja. Alprimer aniversario, sin embargo, su padre la llevó a la isla para poner la lápida demármol que estaban debiéndole a la tumba. La asustó la travesía en una canoacon motor fuera de borda que demoró casi cuatro horas sin un instante de buenamar. Admiró las playas de harina dorada al borde mismo de la selva virgen, elalboroto atronador de los pájaros y el vuelo fantasmal de las garzas en el remansode la laguna interior. Pero la deprimió la miseria de la aldea, donde tuvieron quedormir a la intemperie en una hamaca colgada entre dos cocoteros, y la cantidadde pescadores negros con el brazo mutilado por la explosión prematura de lostacos de dinamita. Por encima de todo, sin embargo, entendió la voluntad de sumadre cuando vio el esplendor del mundo desde la cumbre del cementerio. Fueentonces cuando se impuso el deber de llevarle un ramo de flores todos los añosmientras tuviera vida. Agosto era el mes más caluroso del año y la estación de los aguaceros grandes,pero ella lo entendió como una obligación de su vida privada que debía cumplir sinfalta y siempre sola. Fue la única condición que le impuso a su hombre antes decasarse, y él tuvo la inteligencia de admitir que era algo ajeno a su poder. Así que Ana Magdalena había visto crecer año tras año los acantilados de cristalde los hoteles de turismo, había pasado de las canoas de indios a las lanchas demotor, y de éstas al transbordador, y creía tener motivos para sentirse como elnativo más antiguo de la aldea. Aquella tarde, cuando volvió al hotel, se tendió en la cama sin más ropas que lasbragas de encajes y reanudó la lectura del libro que había empezado durante elviaje. Era el Drácula original de Bram Stoker. Siempre fue una buena lectora.Había leído con rigor lo que más le gustaba, que eran las novelas cortas decualquier género, como el Lazarillo de Tormes, El viejo y el mar, El extranjero. Enlos últimos años, al borde de los cincuenta, se había sumergido a fondo en lasnovelas sobrenaturales.Drácula le había fascinado desde el principio, pero aquella tarde sucumbió altrueno continuo del ventilador colgado del cielo raso, y se quedó dormida con ellibro en el pecho. Despertó dos horas después en las tinieblas, sudando a mares,de mal humor y sorda de hambre.
No era una excepción en su rutina de años. El bar del hotel estaba abierto hastalas diez de la noche, y varias veces había bajado a comer cualquier cosa antes dedormir. Notó que había más clientes que de costumbre a esa hora, y el mesero nole pareció el mismo de antes. Ordenó para no equivocarse un sándwich de jamóny queso con pan tostado, y café con leche. Mientras se lo llevaban se dio cuentade que estaba rodeada por los mismos clientes mayores de cuando el hotel era elúnico, o de escasos recursos, como ella. Una niña mulata cantaba boleros demoda, y el mismo Agustín Romero, ya viejo y ciego, la acompañaba bien y conamor en el mismo piano de media cola de la fiesta inaugural.Terminó deprisa, abrumada por la humillación de comer sola, pero se sintió biencon la música, que era suave y tierna, y la niña sabía cantar. Cuando volvió en sísólo quedaban tres parejas en mesas dispersas, y justo frente a ella, un hombredistinto que no había visto entrar. Vestía de lino blanco, como en los tiempos de supadre, con el cabello metálico y el bigote de mosquetero terminado en puntas.Tenía en la mesa una botella de aguardiente y una copa a la mitad, y parecía estarsolo en el mundo.El piano inició el Claro de luna de Debussy en un buen arreglo para bolero, y laniña mulata la cantó con amor. Conmovida, Ana Magdalena pidió una ginebra conhielo y soda, el único alcohol que se permitía de vez en cuando, y lo sobrellevababien. Había aprendido a disfrutarlo a solas con su esposo, un alegre bebedorsocial que la trataba con la cortesía y la complicidad de un amante secreto.El mundo cambió desde el primer sorbo. Se sintió bien, pícara, alegre, capaz detodo, y embellecida por la mezcla sagrada de la música con el alcohol. Pensabaque el hombre de la mesa de enfrente no la había mirado, pero cuando ella lo mirópor segunda vez después del primer sorbo de ginebra, lo sorprendió mirándola. Élse ruborizó. Ella, en cambio, le sostuvo la mirada mientras él miró el reloj deleontina, lo guardó impaciente, miró hacia la puerta, se sirvió otro vaso, ofuscado,porque ya era consciente de que ella lo miraba sin clemencia. Entonces la miró defrente. Ella le sonrió sin reservas, y él la saludó con una leve inclinación decabeza. Entonces ella se levantó, fue hasta su mesa y lo asaltó con una estocadade hombre.
¿Puedo invitarlo a un trago?El hombre se resquebrajó.
Sería un honor
dijo.
Me bastaría con que fuera un placer
dijo ella.No había terminado cuando ya estaba sentada a la mesa, y sirvió un trago en lacopa de él, y otro para ella. Lo hizo con tanta habilidad, y tan buen estilo, que él noacertó a quitarle la botella para impedir que se sirviera ella misma. Salud, dijo ella.Él se puso a tono, y ambos se tomaron la copa de un golpe. Él se atragantó, tosiócon sobresaltos de todo el cuerpo y quedó bañado en lágrimas. Sacó el pañuelointachable con un vaho de agua de lavanda, y la miró a través del llanto. Ambos
guardaron un largo silencio hasta que él se secó con el pañuelo y recobró la voz.Ella se atrevió a sentar plaza con una pregunta:
¿Está seguro que no vendrá nadie?
No
dijo él sin ninguna lógica
. Era un asunto de negocios, pero ya no llegará.Ella preguntó con una expresión de incredulidad calculada: ¿Negocios? Él lerespondió como hombre para que no le creyera: Ya no estoy para nada más. Yella, con una vulgaridad que no era suya, pero bien calculada, lo remató:
Será en su casa.Siguió pastoreándolo con su tacto fino. Jugó a adivinarle la edad, y se equivocópor un año de más: cuarenta y seis. Jugó a descubrir su país de origen por elacento, pero no acertó en tres tentativas. Probó a adivinar la profesión, pero él seapresuró a decirle que era ingeniero civil, y ella sospechó que era una artimañapara impedir que llegara a la verdad.Hablaron sobre la audacia de convertir en bolero una pieza sagrada de Debussy,pero él no lo había advertido. Sin duda, se dio cuenta de que ella sabía de músicay él no había pasado del Danubio azul. Ella le contó que estaba leyendo Drácula.Él sólo lo había leído de niño en una versión infantil, y seguía impresionado con laidea de que el conde desembarcara en Londres transformado en perro. En elsegundo trago ella sintió que el aguardiente se había encontrado con la ginebra enalguna parte de su corazón, y tuvo que concentrarse para no perder la cabeza. Lamúsica se acabó a las once, y sólo esperaban que ellos se fueran para cerrar. A esa hora ella lo conocía ya como si hubiera vivido con él desde siempre. Sabíaque era aseado, impecable en el vestir, con unas manos mudas agravadas por elesmalte natural de las uñas. Se dio cuenta de que estaba cohibido por los grandesojos amarillos que ella no apartó de los suyos, y que era un hombre bueno ycobarde. Se sintió con el dominio suficiente para dar el paso que no se le habíaocurrido ni en sueños en toda su vida, y lo dio sin misterios:
¿Subimos?Él dijo con una humildad ambigua:
No vivo aquí.Pero ella no esperó siquiera que terminara de decirlo. Se levantó, sacudió apenasla cabeza para dominar el alcohol, y sus ojos radiantes resplandecieron.
Yo subo primero mientras usted paga, le dijo. Segundo piso, número 203, a laderecha de la escalera. No toque, empuje nada más.Subió a la habitación arrastrada por un dulce desasosiego que no había vuelto asentir desde su última noche de virgen. Encendió el ventilador del techo, pero nola luz; se desnudó en la oscuridad sin detenerse, y dejó el reguero de ropa en elsuelo desde la puerta hasta el baño. Cuando encendió la lámpara del tocador tuvoque cerrar los ojos y aspirar hondo con un esfuerzo para regular la respiración ycontrolar el temblor de las manos. Se lavó a toda prisa: el sexo, las axilas, losdedos de los pies macerados por el caucho de los zapatos, pues, a pesar de los